lunes, 19 de noviembre de 2007
¿Cuándo aprenderás?
Me frenaste en medio de tus brazos y me preguntabas nuevamente qué éramos, a qué jugábamos, si podrías alguna vez estar seguro de lo que yo sentía por ti, si…
Y yo te callaba con un beso, evadiendo el muro de verdades, emprendiendo el salto para no chocar de frente.
Comenzabas de nuevo la batalla, me exigías más esfuerzos de los que yo quería dar. Me obligabas a tratarte con verdad mientras te obligaba a acariciarme, convenciéndote que dejaras eso para otra vez.
Hoy no quiero decir lo que siento.
Ni siquiera decir que te quiero.
Aún recuerdo tu expresión. Tu mirada llena de desconsuelo y de traiciones. Como me culpabas y yo sin excusas para defenderme.
Como te vi partir para siempre. Como memoricé tu espalda mientras ocultabas tus lágrimas. Y tú, sin poder ver las mías que comenzaban a caer.
¿Cuándo aprenderás a amar? Me preguntaste.
Te callé con otro beso, opté por el silencio.
Y cuando te marchaste supe que había aprendido, pero demasiado tarde.
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viernes, 26 de octubre de 2007
Te extraño tanto...
Que pasa el tiempo dejándome llena de marcas y la tuya sigue siendo la más dolorosa.
Que hoy he vuelto a correr tras de ti, creyéndote caminar en una dirección diferente a la mía, mientras mi mente ilusa insistía en encontrarte... en creer que nunca te has ido.
Que corrí como una idiota por las calles confiando en que todo había sido una terrible pesadilla revivida cada año, rogando porque a la vuelta de la esquina te encontraría con los brazos abiertos, esperándome. Corriendo como si al final del camino alguien me fuera a devolver los gritos y las lágrimas derramas por tu ausencia. Como si alguien pudiera quitarme la angustia de contener tanta tristeza…
Te extraño tanto que mi corazón se niega a comprenderte.
Me haces tanta falta que aún me sigo haciendo daño, reviviendo esos momentos que no conocen del olvido. Que el dolor en mi pecho jamás se calma sino que a veces me niega el respirar… que el recuerdo sólo te hace más extrañable e inexorablemente lejana.
Sé que nunca se detuvo el dolor de las cicatrices en tu espalda, de aquellas alas que nos acompañaron al nacer. Que el desamor te jugó tantas malas pasadas que dejaste de creer, mientras tus ojos se volvían opacos, llenos de tantas vidas pasadas que nunca supe comprender...
Que al verte por última vez sólo quería gritarte y culparte por haberme dejado sola. Que mis lágrimas no salían de tanto sacudirte, tan fría, tan lejana: tan imposibilitada de defenderte. Que cuando me alejaron de ti me estaban desgarrando el alma, en una cicatriz enorme que toda la tierra lanzada sobre ti nunca pudo cubrir.
Estoy asqueada de saborear el remordimiento y nunca digerirlo.
Sigo golpeándome pensando en la llamada que no hice, en los gestos que tenía sólo para ti pero que no te entregué. Me gusta atormentarme pensando en cómo pude haber cambiado tu destino –y el mío- con sólo una palabra: con sólo mi negativa a tu eterna partida...
Hoy me has acompañado en lágrimas todo el día, Ximena...
*.lunes, 22 de octubre de 2007
Promesa
Con una mirada enternecida, él le dijo que sí.
Le puso las manos al cuello y le dijo al oído que nunca olvidara su promesa.
Él le prometió que nunca lo haría.
Emocionada lo abrazó, y supo por fin que su papá nunca más la dejaría sola.
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jueves, 30 de agosto de 2007
Sueños
Asustada, busco en la oscuridad tu rostro, pero sólo tus gritos retumban en mi cabeza. La angustia no me deja y el corazón sigue saltando en mi interior.
Tenías miedo. Me buscabas. Gritabas por mí. Yo corría sin alcanzarte. Me buscabas de nuevo… pero sólo en mis sueños.
Sin poder detener mis lágrimas sigo buscando en mi almohada retazos de historia. Miro mis manos en busca de huellas y siento mi cuerpo buscando tu olor. Azoto mi cabeza…
“Mierda… Era sólo un sueño… sólo un sueño”
Estoy enrabiada.
Enrabiada conmigo por soñar contigo. Enrabiada por sentir angustia de que algo te pasara. Enrabiada por amanecer en medio de la noche sola y temblorosa. Por gritar tu nombre entre sueños… Tanta rabia e impotencia acumulada, llena de gestos a escondidas, de palabras nunca pronunciadas.
Un silencio desgarrador me recorre y me hace llorar, una vez más. Enrabiada porque me haces llorar, una vez más.
Enrabiada de tanta soledad recurrida de gente, de tantas caricias entregadas sin cariño, de dar tantos besos sin amor… Enrabiada de seguir buscando a ciegas, de dar golpes secos contra la pared. Enrabiada de hacerme tanto daño, de dejar que las marcas de dolor del alma traspasen mis muslos y mi espalda…
Enrabiada por tener un celular en la mano con un número sin terminar de discar.
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jueves, 23 de agosto de 2007
Niño
Tras el entusiasmo de su propia fantasía se sobrecogía en la tristeza, al ver la pelota rebotar sola en una esquina y sin tener quién se la devolviera. Volvió la vista a la ventana de la cocina y se encontró con los ojos de su madre, quien lo impulsaba a seguir jugando.
Con la cabeza gacha entraba a la casa y su madre acudía deprisa a su encuentro, empujándolo de nuevo hacia el patio. Allí empezó a mover el balón sin ánimo, hasta que lo llamaron a almorzar.
En la mesa le preguntó, como todos los días, porqué él no podía ir al colegio y jugar así con otro niños de su edad. La madre le explicó, como todos los días, que en el colegio no entendería que él era “especial”, que las calles eran peligrosas y que allí ella no podría cuidar de él.
Bajó nuevamente la vista y terminó de comer. Subió a su habitación a leer el libro que le encargó el profesor particular que lo visitaba por las tardes, mientras repasaba de memoria las tablas de multiplicar. En sus cuatro horas de estudio aprendió las capitales de los países de Latinoamérica y también rindió un examen de matemáticas. Como obtuvo tan buenos resultados, la madre le llevó un pedazo de pastel que recién había horneado.
Pero él pensaba en los niños que jugaban a la pelota en el pasaje de su casa.
Pasaron los años y estuvo preparado para ir a la universidad. Su madre, más anciana cada año, intentaba quitarle esa idea de la cabeza. Pero él sólo soñaba con poder compartir con otras personas de su edad, quería conversar con chicos de fútbol y también conocer chicas como las que veía siempre que se asomaba por la ventana.
Su tristeza lo hacía parecer aún más pequeño de lo que era, un día decidió dejar de comer y de hablar. Alarmada, la madre lo llevó al doctor, subiéndolo al metro por primera vez. Fue un viaje pequeño pero lleno de asombros: escuchó por primera vez multitudes, sintió olores desconocidos que no le incomodaron y vio cosas que ni siquiera en su imaginación alguna vez soñó… Y se prometió así mismo que no sería la última vez…
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martes, 24 de julio de 2007
Hermanas
Una se enamoró perdidamente a los 16 años, juró casarse y lloró a mares cuando la ilusión se acabó. La otra nunca entendió su romanticismo y la impulsó a seguir, botar la pena y encontrar otro amor.
La mayor ingresó a la universidad cuando la menor todavía asistía al colegio. La menor vio cómo su hermana cambiaba, se volvía más sociable y por último, empezó a alejarse de la casa.
E inexorablemente de ella.
La pequeña la comprendió pero también la culpó en silencio, esperando encontrar ella también ese secreto que se escondía fuera de la puerta de su casa.
Cuando la mayor tenía su título profesional, la menor recién empezaba su carrera universitaria. Tampoco coincidieron así, y es que parece que sólo la infancia estaba destinada a reunirlas.
Años más tarde se reunieron como hacía años no lo hacían. Sentadas de frente no paraban de sonreír, y el mesero se preguntaba si no serían gemelas. Ambas tenían la vida hecha pero se sentían terriblemente solas. Sólo cuando se tomaron las manos y recordaron la ronda que jugaban de pequeñas, se dieron cuenta de que eso era lo que les faltaba.
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viernes, 20 de julio de 2007
Tacones
Evitó en su mente los pensamientos que le provocaba el famoso túnel, pues la misión de todas las mañanas era otra.
Esperaba como siempre, sentado en el piso, el par de piernas que le quitaban el sueño; el taconeo sinuoso de esos zapatos de tacón alto y negro brillante.
Y los vio pasar, una vez más, cerca de las 8 de la mañana. Con el corazón en la garganta y un nudo que apenas le dejaba respirar, se le antojó que ese era el sentimiento de la felicidad plena. Por eso, se prometió que al día siguiente sí levantaría la vista y vería al fin el rostro de aquella mujer, la que lo volvió loco a punta de pasos hechos al azar.
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miércoles, 18 de julio de 2007
Nimia
Su rostro ya estaba demasiado ajado con los años y sus manos parecían una obra inconclusa de un pintor taimado, que la salpicó de manchas y recuerdos. De andar lento y pesado, jamás se quejó de los años –que a ratos le sobraban- y mucho menos de los dolores que por cierto sí sentía.
“Nos vamos poniendo viejas” me decía con frecuencia, como queriendo darme consuelo y a la vez, empujarse así misma hacia el entendimiento de su propia vejez.
Es difícil imaginar como algo tan poco palpable es capaz de aislar a alguien, tanto como si estuviera entre paredes de concreto. Pese a su avasallante sordera jamás dejó de conversar, aunque a veces creo que entraba en un diálogo con ella misma del cual éramos simples espectadores.
En la mayoría de estas ocasiones, con una frase heroica nos dejaba a todos en silencio en un minuto, pues sus verdades no pasaban por ningún filtro y carecían de tino. Pese a eso, su sinceridad sonaba a chiste y todos rompíamos en carcajadas… acaso porque preferíamos –en un juego silencioso y sin premeditación- reírnos ante el comentario, que ofendernos por tamañas verdades.
Porque ella jamás mintió, pero sus frases eran dignas del peor pacificador familiar.
Más tarde, apoyada en su cama, le recordaba entre risas la última anécdota, la suya, la que sólo ella no había celebrado. Sonreía confundida entre el nervio y la vergüenza y me confesaba que lo dicho no era broma, sino sólo lo que pensaba.
Y es que nunca tuvo alma de bromista.
De hecho, siempre fue muy seria y dura con sus hijos. Con nosotros como nietos no fue distinta y a la par del cariño, no dudó en una palmada ante nuestros estrepitosos accidentes.
Anoche me acerqué a su cama, cuando estaba próxima a dormir. No tenía su audífono puesto y me esforcé por pronunciar con esmero, como si ella ya comprendiera aquel lenguaje especial. Me sonríe, sin saber ella –estoy segura que no sabe- lo que le digo. Tomo entre mis manos la suya, pequeña y casi transparente y le repito que al día siguiente tiene que ir al médico, que la voy a ir a buscar cerca de las 12.
Me mira tan extrañada, que por un instante dudé en haberle comentado la nueva hora. Reacciono tarde, como siempre, y le levanto la voz más de lo que debiera, para reiterarle que se lo comuniqué el día anterior incluso.
Su mirada apenada me castiga y bajo los ojos: a veces olvido que su sordera la aleja tanto como la pérdida de la memoria. Como el olvido finalmente…
La tranquilizo y le repito que la voy a ir a buscar mañana, mientras le escribo una nota en el velador donde reitero la cita médica. Me despido de ella como todas las noches, con besos en ambas mejillas, mientras le susurro mis disculpas.
Me mira con esa ternura de la que sólo saben las mujeres de 80 años y toda una vida encima, mientras me dice que me quiere. “Yo también” le modulo forzadamente para que duerma bien y no como en la mayoría de las ocasiones, en que en sueños debe estar pensando en qué fue lo que le dijeron al almuerzo, o de qué se reían tanto sus hijos el domingo pasado.
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