jueves, 30 de agosto de 2007

Sueños

Despierto con un grito atravesado en la garganta, empapada de sudor frío.
Asustada, busco en la oscuridad tu rostro, pero sólo tus gritos retumban en mi cabeza. La angustia no me deja y el corazón sigue saltando en mi interior.
Tenías miedo. Me buscabas. Gritabas por mí. Yo corría sin alcanzarte. Me buscabas de nuevo… pero sólo en mis sueños.

Sin poder detener mis lágrimas sigo buscando en mi almohada retazos de historia. Miro mis manos en busca de huellas y siento mi cuerpo buscando tu olor. Azoto mi cabeza…
“Mierda… Era sólo un sueño… sólo un sueño”

Estoy enrabiada.
Enrabiada conmigo por soñar contigo. Enrabiada por sentir angustia de que algo te pasara. Enrabiada por amanecer en medio de la noche sola y temblorosa. Por gritar tu nombre entre sueños… Tanta rabia e impotencia acumulada, llena de gestos a escondidas, de palabras nunca pronunciadas.
Un silencio desgarrador me recorre y me hace llorar, una vez más. Enrabiada porque me haces llorar, una vez más.

Enrabiada de tanta soledad recurrida de gente, de tantas caricias entregadas sin cariño, de dar tantos besos sin amor… Enrabiada de seguir buscando a ciegas, de dar golpes secos contra la pared. Enrabiada de hacerme tanto daño, de dejar que las marcas de dolor del alma traspasen mis muslos y mi espalda…
Enrabiada por tener un celular en la mano con un número sin terminar de discar.

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jueves, 23 de agosto de 2007

Niño

Siempre jugaba solo. En el patio trasero de su casa y bajo la atenta mirada de su madre, intentaba jugar a la pelota con un arquero invisible, derrotaba a compañeros invisibles y finalmente, anotaba goles invisibles que nadie celebraba.
Tras el entusiasmo de su propia fantasía se sobrecogía en la tristeza, al ver la pelota rebotar sola en una esquina y sin tener quién se la devolviera. Volvió la vista a la ventana de la cocina y se encontró con los ojos de su madre, quien lo impulsaba a seguir jugando.
Con la cabeza gacha entraba a la casa y su madre acudía deprisa a su encuentro, empujándolo de nuevo hacia el patio. Allí empezó a mover el balón sin ánimo, hasta que lo llamaron a almorzar.
En la mesa le preguntó, como todos los días, porqué él no podía ir al colegio y jugar así con otro niños de su edad. La madre le explicó, como todos los días, que en el colegio no entendería que él era “especial”, que las calles eran peligrosas y que allí ella no podría cuidar de él.

Bajó nuevamente la vista y terminó de comer. Subió a su habitación a leer el libro que le encargó el profesor particular que lo visitaba por las tardes, mientras repasaba de memoria las tablas de multiplicar. En sus cuatro horas de estudio aprendió las capitales de los países de Latinoamérica y también rindió un examen de matemáticas. Como obtuvo tan buenos resultados, la madre le llevó un pedazo de pastel que recién había horneado.
Pero él pensaba en los niños que jugaban a la pelota en el pasaje de su casa.

Pasaron los años y estuvo preparado para ir a la universidad. Su madre, más anciana cada año, intentaba quitarle esa idea de la cabeza. Pero él sólo soñaba con poder compartir con otras personas de su edad, quería conversar con chicos de fútbol y también conocer chicas como las que veía siempre que se asomaba por la ventana.
Su tristeza lo hacía parecer aún más pequeño de lo que era, un día decidió dejar de comer y de hablar. Alarmada, la madre lo llevó al doctor, subiéndolo al metro por primera vez. Fue un viaje pequeño pero lleno de asombros: escuchó por primera vez multitudes, sintió olores desconocidos que no le incomodaron y vio cosas que ni siquiera en su imaginación alguna vez soñó… Y se prometió así mismo que no sería la última vez…

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