miércoles, 18 de julio de 2007

Nimia

Nunca fue necesario hablarle demasiado, pues la verdad es que no oía casi nada. En muchas ocasiones creí –y con el tiempo tuve la certeza- de que asentía con la cabeza sólo para no hacerme sentir sola cuando estábamos juntas.
Su rostro ya estaba demasiado ajado con los años y sus manos parecían una obra inconclusa de un pintor taimado, que la salpicó de manchas y recuerdos. De andar lento y pesado, jamás se quejó de los años –que a ratos le sobraban- y mucho menos de los dolores que por cierto sí sentía.
“Nos vamos poniendo viejas” me decía con frecuencia, como queriendo darme consuelo y a la vez, empujarse así misma hacia el entendimiento de su propia vejez.
Es difícil imaginar como algo tan poco palpable es capaz de aislar a alguien, tanto como si estuviera entre paredes de concreto. Pese a su avasallante sordera jamás dejó de conversar, aunque a veces creo que entraba en un diálogo con ella misma del cual éramos simples espectadores.
En la mayoría de estas ocasiones, con una frase heroica nos dejaba a todos en silencio en un minuto, pues sus verdades no pasaban por ningún filtro y carecían de tino. Pese a eso, su sinceridad sonaba a chiste y todos rompíamos en carcajadas… acaso porque preferíamos –en un juego silencioso y sin premeditación- reírnos ante el comentario, que ofendernos por tamañas verdades.
Porque ella jamás mintió, pero sus frases eran dignas del peor pacificador familiar.
Más tarde, apoyada en su cama, le recordaba entre risas la última anécdota, la suya, la que sólo ella no había celebrado. Sonreía confundida entre el nervio y la vergüenza y me confesaba que lo dicho no era broma, sino sólo lo que pensaba.
Y es que nunca tuvo alma de bromista.
De hecho, siempre fue muy seria y dura con sus hijos. Con nosotros como nietos no fue distinta y a la par del cariño, no dudó en una palmada ante nuestros estrepitosos accidentes.
Anoche me acerqué a su cama, cuando estaba próxima a dormir. No tenía su audífono puesto y me esforcé por pronunciar con esmero, como si ella ya comprendiera aquel lenguaje especial. Me sonríe, sin saber ella –estoy segura que no sabe- lo que le digo. Tomo entre mis manos la suya, pequeña y casi transparente y le repito que al día siguiente tiene que ir al médico, que la voy a ir a buscar cerca de las 12.
Me mira tan extrañada, que por un instante dudé en haberle comentado la nueva hora. Reacciono tarde, como siempre, y le levanto la voz más de lo que debiera, para reiterarle que se lo comuniqué el día anterior incluso.
Su mirada apenada me castiga y bajo los ojos: a veces olvido que su sordera la aleja tanto como la pérdida de la memoria. Como el olvido finalmente…
La tranquilizo y le repito que la voy a ir a buscar mañana, mientras le escribo una nota en el velador donde reitero la cita médica. Me despido de ella como todas las noches, con besos en ambas mejillas, mientras le susurro mis disculpas.
Me mira con esa ternura de la que sólo saben las mujeres de 80 años y toda una vida encima, mientras me dice que me quiere. “Yo también” le modulo forzadamente para que duerma bien y no como en la mayoría de las ocasiones, en que en sueños debe estar pensando en qué fue lo que le dijeron al almuerzo, o de qué se reían tanto sus hijos el domingo pasado.

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1 comentario:

luferda dijo...

Linda!!!
Linda mención honrosa, aveces casi siempre es necesario, escribir sobre las personas que son maravillosamente influyentes en nuestra vida, y que además van a dejar su huella en nosotras.
Gracias amiga por escribir tan lindo y por darme la inspiración o mejor dicho el empujón para contar lo que me pasa sin que nadie nos cuestione, nosotras no nos cuestionamos porque simplemente no somos mamonas, pero tenemos el sentido y el sentimiento a flor de piel, incomprendidas como mujeres, pero eso al fin y al cabo.
Sigue Isolda, ya se vienen más, recuerda el Café...Besito, Te quiero Mil, regia como siempre.