Se encontraba, como todos los días, esperando. La mirada perdida en el tren subterráneo que recogía personas, vidas, y que no dudaba en sumergirlas en el túnel sin retorno aparente.
Evitó en su mente los pensamientos que le provocaba el famoso túnel, pues la misión de todas las mañanas era otra.
Esperaba como siempre, sentado en el piso, el par de piernas que le quitaban el sueño; el taconeo sinuoso de esos zapatos de tacón alto y negro brillante.
Y los vio pasar, una vez más, cerca de las 8 de la mañana. Con el corazón en la garganta y un nudo que apenas le dejaba respirar, se le antojó que ese era el sentimiento de la felicidad plena. Por eso, se prometió que al día siguiente sí levantaría la vista y vería al fin el rostro de aquella mujer, la que lo volvió loco a punta de pasos hechos al azar.
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