Eran tan diferentes como pueden llegar a ser las hermanas. Increíblemente parecidas para el resto, por las facciones de sus rostros y su timbre de voz, pero inexplicablemente contrarias en la forma de ver la vida.
Una se enamoró perdidamente a los 16 años, juró casarse y lloró a mares cuando la ilusión se acabó. La otra nunca entendió su romanticismo y la impulsó a seguir, botar la pena y encontrar otro amor.
La mayor ingresó a la universidad cuando la menor todavía asistía al colegio. La menor vio cómo su hermana cambiaba, se volvía más sociable y por último, empezó a alejarse de la casa.
E inexorablemente de ella.
La pequeña la comprendió pero también la culpó en silencio, esperando encontrar ella también ese secreto que se escondía fuera de la puerta de su casa.
Cuando la mayor tenía su título profesional, la menor recién empezaba su carrera universitaria. Tampoco coincidieron así, y es que parece que sólo la infancia estaba destinada a reunirlas.
Años más tarde se reunieron como hacía años no lo hacían. Sentadas de frente no paraban de sonreír, y el mesero se preguntaba si no serían gemelas. Ambas tenían la vida hecha pero se sentían terriblemente solas. Sólo cuando se tomaron las manos y recordaron la ronda que jugaban de pequeñas, se dieron cuenta de que eso era lo que les faltaba.
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