Eran tan diferentes como pueden llegar a ser las hermanas. Increíblemente parecidas para el resto, por las facciones de sus rostros y su timbre de voz, pero inexplicablemente contrarias en la forma de ver la vida.
Una se enamoró perdidamente a los 16 años, juró casarse y lloró a mares cuando la ilusión se acabó. La otra nunca entendió su romanticismo y la impulsó a seguir, botar la pena y encontrar otro amor.
La mayor ingresó a la universidad cuando la menor todavía asistía al colegio. La menor vio cómo su hermana cambiaba, se volvía más sociable y por último, empezó a alejarse de la casa.
E inexorablemente de ella.
La pequeña la comprendió pero también la culpó en silencio, esperando encontrar ella también ese secreto que se escondía fuera de la puerta de su casa.
Cuando la mayor tenía su título profesional, la menor recién empezaba su carrera universitaria. Tampoco coincidieron así, y es que parece que sólo la infancia estaba destinada a reunirlas.
Años más tarde se reunieron como hacía años no lo hacían. Sentadas de frente no paraban de sonreír, y el mesero se preguntaba si no serían gemelas. Ambas tenían la vida hecha pero se sentían terriblemente solas. Sólo cuando se tomaron las manos y recordaron la ronda que jugaban de pequeñas, se dieron cuenta de que eso era lo que les faltaba.
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martes, 24 de julio de 2007
viernes, 20 de julio de 2007
Tacones
Se encontraba, como todos los días, esperando. La mirada perdida en el tren subterráneo que recogía personas, vidas, y que no dudaba en sumergirlas en el túnel sin retorno aparente.
Evitó en su mente los pensamientos que le provocaba el famoso túnel, pues la misión de todas las mañanas era otra.
Esperaba como siempre, sentado en el piso, el par de piernas que le quitaban el sueño; el taconeo sinuoso de esos zapatos de tacón alto y negro brillante.
Y los vio pasar, una vez más, cerca de las 8 de la mañana. Con el corazón en la garganta y un nudo que apenas le dejaba respirar, se le antojó que ese era el sentimiento de la felicidad plena. Por eso, se prometió que al día siguiente sí levantaría la vista y vería al fin el rostro de aquella mujer, la que lo volvió loco a punta de pasos hechos al azar.
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Evitó en su mente los pensamientos que le provocaba el famoso túnel, pues la misión de todas las mañanas era otra.
Esperaba como siempre, sentado en el piso, el par de piernas que le quitaban el sueño; el taconeo sinuoso de esos zapatos de tacón alto y negro brillante.
Y los vio pasar, una vez más, cerca de las 8 de la mañana. Con el corazón en la garganta y un nudo que apenas le dejaba respirar, se le antojó que ese era el sentimiento de la felicidad plena. Por eso, se prometió que al día siguiente sí levantaría la vista y vería al fin el rostro de aquella mujer, la que lo volvió loco a punta de pasos hechos al azar.
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miércoles, 18 de julio de 2007
Nimia
Nunca fue necesario hablarle demasiado, pues la verdad es que no oía casi nada. En muchas ocasiones creí –y con el tiempo tuve la certeza- de que asentía con la cabeza sólo para no hacerme sentir sola cuando estábamos juntas.
Su rostro ya estaba demasiado ajado con los años y sus manos parecían una obra inconclusa de un pintor taimado, que la salpicó de manchas y recuerdos. De andar lento y pesado, jamás se quejó de los años –que a ratos le sobraban- y mucho menos de los dolores que por cierto sí sentía.
“Nos vamos poniendo viejas” me decía con frecuencia, como queriendo darme consuelo y a la vez, empujarse así misma hacia el entendimiento de su propia vejez.
Es difícil imaginar como algo tan poco palpable es capaz de aislar a alguien, tanto como si estuviera entre paredes de concreto. Pese a su avasallante sordera jamás dejó de conversar, aunque a veces creo que entraba en un diálogo con ella misma del cual éramos simples espectadores.
En la mayoría de estas ocasiones, con una frase heroica nos dejaba a todos en silencio en un minuto, pues sus verdades no pasaban por ningún filtro y carecían de tino. Pese a eso, su sinceridad sonaba a chiste y todos rompíamos en carcajadas… acaso porque preferíamos –en un juego silencioso y sin premeditación- reírnos ante el comentario, que ofendernos por tamañas verdades.
Porque ella jamás mintió, pero sus frases eran dignas del peor pacificador familiar.
Más tarde, apoyada en su cama, le recordaba entre risas la última anécdota, la suya, la que sólo ella no había celebrado. Sonreía confundida entre el nervio y la vergüenza y me confesaba que lo dicho no era broma, sino sólo lo que pensaba.
Y es que nunca tuvo alma de bromista.
De hecho, siempre fue muy seria y dura con sus hijos. Con nosotros como nietos no fue distinta y a la par del cariño, no dudó en una palmada ante nuestros estrepitosos accidentes.
Anoche me acerqué a su cama, cuando estaba próxima a dormir. No tenía su audífono puesto y me esforcé por pronunciar con esmero, como si ella ya comprendiera aquel lenguaje especial. Me sonríe, sin saber ella –estoy segura que no sabe- lo que le digo. Tomo entre mis manos la suya, pequeña y casi transparente y le repito que al día siguiente tiene que ir al médico, que la voy a ir a buscar cerca de las 12.
Me mira tan extrañada, que por un instante dudé en haberle comentado la nueva hora. Reacciono tarde, como siempre, y le levanto la voz más de lo que debiera, para reiterarle que se lo comuniqué el día anterior incluso.
Su mirada apenada me castiga y bajo los ojos: a veces olvido que su sordera la aleja tanto como la pérdida de la memoria. Como el olvido finalmente…
La tranquilizo y le repito que la voy a ir a buscar mañana, mientras le escribo una nota en el velador donde reitero la cita médica. Me despido de ella como todas las noches, con besos en ambas mejillas, mientras le susurro mis disculpas.
Me mira con esa ternura de la que sólo saben las mujeres de 80 años y toda una vida encima, mientras me dice que me quiere. “Yo también” le modulo forzadamente para que duerma bien y no como en la mayoría de las ocasiones, en que en sueños debe estar pensando en qué fue lo que le dijeron al almuerzo, o de qué se reían tanto sus hijos el domingo pasado.
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Su rostro ya estaba demasiado ajado con los años y sus manos parecían una obra inconclusa de un pintor taimado, que la salpicó de manchas y recuerdos. De andar lento y pesado, jamás se quejó de los años –que a ratos le sobraban- y mucho menos de los dolores que por cierto sí sentía.
“Nos vamos poniendo viejas” me decía con frecuencia, como queriendo darme consuelo y a la vez, empujarse así misma hacia el entendimiento de su propia vejez.
Es difícil imaginar como algo tan poco palpable es capaz de aislar a alguien, tanto como si estuviera entre paredes de concreto. Pese a su avasallante sordera jamás dejó de conversar, aunque a veces creo que entraba en un diálogo con ella misma del cual éramos simples espectadores.
En la mayoría de estas ocasiones, con una frase heroica nos dejaba a todos en silencio en un minuto, pues sus verdades no pasaban por ningún filtro y carecían de tino. Pese a eso, su sinceridad sonaba a chiste y todos rompíamos en carcajadas… acaso porque preferíamos –en un juego silencioso y sin premeditación- reírnos ante el comentario, que ofendernos por tamañas verdades.
Porque ella jamás mintió, pero sus frases eran dignas del peor pacificador familiar.
Más tarde, apoyada en su cama, le recordaba entre risas la última anécdota, la suya, la que sólo ella no había celebrado. Sonreía confundida entre el nervio y la vergüenza y me confesaba que lo dicho no era broma, sino sólo lo que pensaba.
Y es que nunca tuvo alma de bromista.
De hecho, siempre fue muy seria y dura con sus hijos. Con nosotros como nietos no fue distinta y a la par del cariño, no dudó en una palmada ante nuestros estrepitosos accidentes.
Anoche me acerqué a su cama, cuando estaba próxima a dormir. No tenía su audífono puesto y me esforcé por pronunciar con esmero, como si ella ya comprendiera aquel lenguaje especial. Me sonríe, sin saber ella –estoy segura que no sabe- lo que le digo. Tomo entre mis manos la suya, pequeña y casi transparente y le repito que al día siguiente tiene que ir al médico, que la voy a ir a buscar cerca de las 12.
Me mira tan extrañada, que por un instante dudé en haberle comentado la nueva hora. Reacciono tarde, como siempre, y le levanto la voz más de lo que debiera, para reiterarle que se lo comuniqué el día anterior incluso.
Su mirada apenada me castiga y bajo los ojos: a veces olvido que su sordera la aleja tanto como la pérdida de la memoria. Como el olvido finalmente…
La tranquilizo y le repito que la voy a ir a buscar mañana, mientras le escribo una nota en el velador donde reitero la cita médica. Me despido de ella como todas las noches, con besos en ambas mejillas, mientras le susurro mis disculpas.
Me mira con esa ternura de la que sólo saben las mujeres de 80 años y toda una vida encima, mientras me dice que me quiere. “Yo también” le modulo forzadamente para que duerma bien y no como en la mayoría de las ocasiones, en que en sueños debe estar pensando en qué fue lo que le dijeron al almuerzo, o de qué se reían tanto sus hijos el domingo pasado.
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